Hace unos años, en una etapa de mi vida, por éstas fechas siempre hacía un balance, un poco de memoria sobre las cosas que había hecho durante el año que terminaba y las que me quedaron en el tintero. Al mismo tiempo me hacía una pequeña lista de objetivos para el nuevo año. Las primeras veces el ejercicio lo hacía de forma que solo lo retenía en la memoria, luego fui perfeccionando el método y escribía esos propósitos en un papel que guardaba en el cajón principal de mi escritorio.
Más adelante, continué perfeccionando el método, pues escribía muchas cosas para hacer y siempre me quedaba muy lejos en el logro de esos objetivos. Por tanto, la lista fue haciéndose cada vez más corta, las últimas veces solo anotaba tres o cuatro grandes cosas y al mismo tiempo firmaba el papel, como para generar un compromiso aún mayor.
Ya hace muchos años deje de hacerlo, aunque sigo pensando que en determinadas situaciones puede ser muy útil. Simplemente que en determinado momento de mi vida, pude darme cuenta cual era mi camino, cual era el principal motivo de mi vida. A mucha gente puede parecerle egoísta lo que voy a decir, descubrí que lo más importante soy yo, mi bien estar y mi felicidad, a partir de ahí es cuando puedo ser alguien útil, aportar algo de mi yo más autentico a mi entorno y a la sociedad en general.
En ese descubrimiento, también radica el motivo por el cual abandoné la lista de objetivos a mediano y largo plazo, cambié todo ello por pequeños objetivos, por pequeños logros, pequeños éxitos que voy logrando día a día, casi en tiempo real, para decirlo en una terminología moderna y que va muy bien con la actual velocidad de las cosas. Siempre están presentes esas grandes cosas que uno anhela, esos deseos casi pecaminosos, que están ahí en todos nosotros pero que podemos controlar en la medida que damos prioridad a generar emociones positivas desde las cosas simples de la vida.
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