En los últimos días, pude leer una anécdota de alguien que intentó ayudar a una anciana que parecía necesitar ayuda para cruzar la calle. Esa persona caminaba cerca de su casa cuando vio a una señora en un cruce peatonal, sin decidirse a cruzar, dando la impresión de inseguridad. En un principio siguió de largo, pero unos metros después, recapacitó y volvió sobre sus pasos.
Seguramente sintió ese toque de la conciencia que nos lleva a ayudar a quien lo necesita, pues nunca sabemos cuando podemos necesitar ayuda nosotros mismos. Se acercó a la señora y le pregunto si necesitaba ayuda para cruzar y se ofreció a auxiliarla. A lo cual la anciana respondió bruscamente, en cierto modo ofendida, o tal vez asustada por la inseguridad del lugar donde sucedió todo.
Esto me recordó alguna anécdota con cierta similitud que hace mucho tiempo me toco vivir, recuerdo además lo tonto y ridículo que me sentí ante una reacción parecida ante una situación similar. Han pasado muchos años y sigue apareciendo de vez en cuando esa historia y luego de darle tantas vueltas, la conclusión es que el problema está en como preguntamos o sugerimos nuestra ayuda.
Lo que aprendí es que ante una situación así, debemos ser cuidadosos con la forma en que preguntamos, de otro modo no obtendremos la respuesta que esperamos. Formular la pregunta correcta, seguramente nos brindará la respuesta adecuada y generadora de la alegría, la buena onda y la felicidad que a todos nos reconforta.
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