Los disgustos, los malos momentos, los
desengaños, son algo común en la vida de todos nosotros. Nadie se
ha librado ni se librará de ellos, están ahí siempre, a cada paso,
al asecho y afectan hasta la médula, sin anestesia, provocando ese
nudo en el medio del estómago, que nos ahoga y nos duele. En esos
momentos no hay espacio para nada, ni para la felicidad.
Entramos en una fase, donde intentamos
digerir ese trago amargo, para pasarlo por el sistema, e intentar
superarlo. Siempre queda huella, que dependerá de la índole del
problema, de la importancia que tenga para nosotros, y algo muy
importante, de nuestra capacidad de olvidar el suceso, sin olvidar lo
aprendido.
Cómo olvidar, y al mismo tiempo
aprender, depende de cada persona. Supongo que si nos proponemos un
objetivo más importante, por ejemplo ser felices a pesar de lo que
sea, poniendo todo nuestro empeño, nuestra fuerza, nuestra voluntad,
al servicio de la alegría, la ilusión, el optimismo, puede ser un
camino.
Cada individuo debe procesar sus penas
y sus alegrías, en función de sus capacidades, sus sentimientos,
sus circunstancias. Pero lo cierto es, que cuanto antes nos sacudimos
esos elementos negativos, antes cruzaremos el puente, antes nos
pondremos a transitar por una senda más grata y reconfortante.
La foto, es en Lucerna.
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